martes, 27 de septiembre de 2016

El camino de al lado

Tenía cinco años cuando iba al jardín de niños. Este quedaba a casi cinco cuadras de mi casa. Mi papá era el encargado de llevarme muy temprano. Incluso recuerdo que muchos días caminábamos entre la neblina. Para mí era toda una aventura.

A esa edad me daban mucho miedo los perros porque en el verano de ese año uno me mordió mientras manejaba mi bicicleta con dos rueditas. Y, trágicamente, en la primera cuadra por donde teníamos que pasar, había un perro blanco grande que explotaba sus pulmones cada vez que pasábamos. Mi papá era como un compañero de batalla. Me cogía fuerte de la mano y gritaba para que el perro se callara. Me di cuenta de que mi papá era como mi escudo, pero sobre todo que era mi amigo. Así aprendí que podía confiar en él.

El camino era largo, así que yo tenía que ser valiente y no amilanarme. Papá siempre me decía cosas que me daban valor y me hacían sentir segura. Luego de pasar por la cuadra del perro, teníamos que pasar por un campamento minero. Este era como una residencial. Pero las casas casi no tenían color. Eran todas plomas y tétricas. Así que para mí era como atravesar el puente de un castillo con el temor de que hubiera algún dragón (o sea un perro) o algún otro “monstruo” por ahí. Caminábamos apresurados (ahora entiendo que era porque si no llegábamos tarde). Nada nos podía vencer.

Luego, llegaba mi parte más bonita del camino. Desde ahí, solo nos quedaban dos cuadras para llegar a mi jardín. En medio de las casas, había una vereda de cemento que luego se convertía en unas gradas. Paralela a esa vereda, había un caminito de tierra. Mi papá caminaba por la vereda y yo tomada de su mano iba por la tierra dando pequeños brincos.

A veces íbamos cantando canciones que él me enseñaba. Era el momento más relajante del camino. Quizá yo solo haya disfrutado ir al jardín por toda esa experiencia. Fue en esos tiempos en que sentí mucho la conexión con mi papá. Yo no sentía para nada que llevarme fuera una carga para él. Solo sentía su mano en la mía y me transmitía paz, goce, felicidad. Sí, felicidad. Puedo decir ahora que en esos años fui muy feliz.

Han pasado quince años desde que mi papá me llevaba todas las mañanas al jardín en Cerro de Pasco. Y han transcurrido dos años desde que decidí mudarme a Lima para seguir mi carrera universitaria. Al principio sentía la necesidad de viajar y volver a mi casa cada dos semanas. Me sentía constantemente como una extraña, como una pieza de rompecabezas que no encajaba. Con el tiempo, esa especie de cuerda que me ataba a mi ciudad se fue soltando. Pero ha sido un proceso muy largo.

Hace unos meses volví al camino de tierra por donde iba con mi papá al jardín. Me senté cerca de ahí casi al atardecer. Contemplé las casas. Me quedé pensando un buen rato en todo el tiempo que había pasado. Y me di cuenta de que en todos estos quince años mi papá no ha dejado de estar ahí en la vereda de al lado.

Con los años, a veces uno anhela ser independiente, irse, ser libre. O por lo menos esas han sido las ideas que me rodean desde los quince años. Y no me había dado cuenta hasta ahora -que vivo casi sola, en una ciudad diferente, sin mis padres- que no está mal que ellos estén ahí con nosotros. Porque a veces no hace daño que estén ahí para cantarnos, para mostrarnos en qué nos hemos equivocado, para acompañarnos hasta el final de la vereda donde nos espera una escalera.

De vez en cuando, me choco con un perro blanco que me espanta o me encuentro en medio de un castillo tétrico con temor de que aparezca un dragón, pero siempre tengo presente la mano de mi padre. Gracias a todo ese amor y a todos esos años de felicidad, hoy tengo la confianza necesaria para seguir construyéndola.

Mamá y papá <3 td="">

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