Apagué el
despertador. Seis de la mañana. El silencio es el único que se despierta
conmigo. De pie frente a mi ventana, mientras me alejaba en el horizonte
nubloso de Lima, escuché mi celular timbrar. Arrastré mis pies hasta llegar a
mi mesa de noche. Era un número con el código de provincia. No lo podía creer.
Cero-seis-tres. Los números vaciaron de pronto mi estómago. Era el mismo número
que mamá me había dejado antes de morir. Y no tuvo que explicar nada. La verdad
yacía en sus pupilas dilatadas.
Recuerdo haberle
preguntado tantas veces por papá cuando era niña. Ella sonreía valiente y decía
que él había sido un héroe. Gracias a él una mujer se había salvado de morir en
manos de unos secuestradores. Debes sentirte orgullosa de él, me decía siempre.
Yo lo imaginaba con
su uniforme, delgado y con una postura recta. Me gustaba ver los desfiles de
veintiocho de julio. Los valientes policías, pensaba yo. Mi papá había sido uno
de ellos y yo estaba orgullosa. Lo único que me atormentaba era no recordar su
rostro. Mamá no había conservado
ninguna foto pues decía que era mejor recordarlo desde el corazón. Con los
años, logró que lo amara a pesar de su ausencia.
Cuando
ya tenía diez años, me sentí confundida. Soñaba constantemente un mismo sueño,
que casi se convirtió en un recuerdo. O, ahora que lo pienso, era más un
recuerdo que se convirtió en un sueño: Tenía como seis o siete años. Estaba
sentada en un terminal de buses junto a Carmen, mi prima. Yo estaba vestida con
una chompa de lana amarilla y llevaba unos zapatos de charol. El ruido
realmente me aturdía. Cada cierto tiempo se acercaba un señor a ofrecernos una
carrera, pero mi prima desistía. Yo, presa del sabor dulce y ácido, me sumergía
irremediablemente en una manzana acaramelada. A una cuadra, estaba mi madre; y
junto a ella, un señor de terno. Él era un poco más alto que ella, tenía un
bigote tierno y los ojos sinceros. Estaban conversando un poco alterados (quién
sabe por qué), así que él la cogía de los hombros intentando calmarla. De rato
en rato, respiraba profundo, volteaba a mirarme y me sonreía. Parecía muy
pendiente de mí. Mucho tiempo pensé que quizá este recuerdo había persistido
por la sinceridad de aquel personaje, por la dulce inocencia de mi niñez y mi
remota sensación de que yo quería a ese hombre.
Algunas
noches imaginaba que él era mi padre. Ese hombre de mirada profunda y de
sonrisa tímida. Muchas veces intenté preguntárselo a mamá. ¿Es verdad que mi
papá murió cuando yo era bebé? Siempre evadió el tema. Ya sabes la historia,
Rosa. Dime, ¿acaso no soy suficiente para ti? Salí adelante a pesar de que tu
padre… murió. Confórmate con eso. Yo te tengo a ti y tú a mí. Eso basta. El
respeto y la profunda confianza que nos teníamos me obligaba a olvidar el tema.
Con los años, solo atiné a aferrarme a ese recuerdo sin mayor necesidad de
saber si había sido real.
Mamá y yo vivíamos
solas en Lima. Ella había logrado pagar mis estudios trabajando de secretaria
en la empresa de su primo. Y yo pude graduarme en Ingeniería. Algunos meses
después de que yo cumplí 25 años, le detectaron cáncer de mama. La noticia nos
sumergió en un abismo. Fueron los meses más terribles de toda mi vida. Ella era
hija única. Había nacido en un pueblo cerca de Huánuco, y sus padres habían
fallecido en un accidente cuando ella era adolescente. El único apoyo que
tuvimos fue el de su primo. Con gran esfuerzo los dos pudimos pagar el
tratamiento, pero no pudimos salvarla.
Los días eran “días
menos”. Las agujas del reloj giraban golpeándome en el pecho. Mamá no podía
soportar que me quedara sola, y eso la enfermaba más y más. No había forma de
tirar del salvavidas; ella había tomado una decisión sin darse cuenta. O quizá
sí. Cada día sus ojos se volvían más transparentes. Estaba presa de la
incertidumbre de mi futuro. Pero no pudo confesarme nada sino hasta el final.
Me tomó de la mano y
me miró a los ojos. Sabía que se estaba despidiendo e intenté alejarme. Me
sostuvo fuerte y me sonrió. Comprendí que no podía seguir evitándolo. Me senté
y traté de calmarme. Comenzó recordándome que me amaba mucho, que no había
tenido dicha más grande que yo. “Eres una mujer maravillosa. Sé que saldrás
adelante”. Yo recordaba la primera vez que me dejó en la escuela; la vez que me
compró mi bicicleta; mis cumpleaños en el colegio; la tortuga que me compró
cuando tenía diez años. Todas las veces que ella intentó enseñarme a cocinar.
Todas las tardes que ella me llevaba el almuerzo a la universidad. Las tantas
noches que me acompañaba viendo la televisión mientras yo terminaba de hacer
mis trabajos. Ella había sido la valiente mujer que me dio la vida, que me vio
crecer y que me hizo fuerte. Luchó por mí y yo estuve para ella. El cáncer nos
mató a las dos.
Ahora estaba envuelta
en sus brazos. Ella arrimaba mis cabellos y secaba mis lágrimas. Te amo, hija.
Perdóname por todo. Su voz comenzaba a quebrarse. Rosa, no estás sola. Luego
señaló con esfuerzo la agenda junto a su camilla. La tomé y la abrí. Había una
foto dentro. El sueño del paradero de buses volvió a mi memoria. Mi mamá tenía
el cabello corto y esponjoso. Sus ojos miraban fijos a la cámara mientras un
señor de bigote tierno y corto la abrazaba por el hombro mientras sonreía
ligeramente con la cabeza gacha. Llevaba terno. Un poco más alto que mi madre.
Yo, de pie en medio de los dos, miraba hacia la cámara solo de reojo. Mi rostro
se escondía casi por completo debajo de mi manzana. Detrás de la foto había un
número con código de provincia: cero-seis-tres. Junto a ese, con otro color de
lapicero, decía: J. Quispe. Mamá se fue de mi vida unas horas después
Quispe... ¿Jorge?
¿Juan? Mi madre había partido sin darme más respuestas. Sin duda, era él mi
padre. ¿Pero qué había pasado realmente? No quise averiguarlo. Luego de esos
meses de haber estado sola, concluí que no me hacía falta saber de él. Me bastaba
aquella respuesta irremediable. Me hacía sentir mejor. Porque, a pesar de que
significaba un vacío profundo, sabía que la ausencia de su amor tenía una causa
certera: mi padre estaba muerto.
Era martes por la
mañana cuando mi celular volvió a timbrar. Era la segunda llamada del mismo
número. Lima me miraba vacía, confusa, harta de sí misma. Y yo estaba igual.
Pero mi madre me amaba. Quizá ahora mismo me estaría viendo. Quizá la llamada
sería de ella. Contesté con los dedos nerviosos. Tenía la mejilla húmeda y los
ojos hinchados. Era martes veintitrés a las seis y cuatro de la mañana.
- Rosa, me llamo
Rodolfo Quispe. Me gustaría conocerte.
Lima a las 6 y algo de la mañana |
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