martes, 28 de junio de 2016

Seis y cuatro

Apagué el despertador. Seis de la mañana. El silencio es el único que se despierta conmigo. De pie frente a mi ventana, mientras me alejaba en el horizonte nubloso de Lima, escuché mi celular timbrar. Arrastré mis pies hasta llegar a mi mesa de noche. Era un número con el código de provincia. No lo podía creer. Cero-seis-tres. Los números vaciaron de pronto mi estómago. Era el mismo número que mamá me había dejado antes de morir. Y no tuvo que explicar nada. La verdad yacía en sus pupilas dilatadas.

Recuerdo haberle preguntado tantas veces por papá cuando era niña. Ella sonreía valiente y decía que él había sido un héroe. Gracias a él una mujer se había salvado de morir en manos de unos secuestradores. Debes sentirte orgullosa de él, me decía siempre.

Yo lo imaginaba con su uniforme, delgado y con una postura recta. Me gustaba ver los desfiles de veintiocho de julio. Los valientes policías, pensaba yo. Mi papá había sido uno de ellos y yo estaba orgullosa. Lo único que me atormentaba era no recordar su rostro. Mamá no había conservado ninguna foto pues decía que era mejor recordarlo desde el corazón. Con los años, logró que lo amara a pesar de su ausencia.

Cuando ya tenía diez años, me sentí confundida. Soñaba constantemente un mismo sueño, que casi se convirtió en un recuerdo. O, ahora que lo pienso, era más un recuerdo que se convirtió en un sueño: Tenía como seis o siete años. Estaba sentada en un terminal de buses junto a Carmen, mi prima. Yo estaba vestida con una chompa de lana amarilla y llevaba unos zapatos de charol. El ruido realmente me aturdía. Cada cierto tiempo se acercaba un señor a ofrecernos una carrera, pero mi prima desistía. Yo, presa del sabor dulce y ácido, me sumergía irremediablemente en una manzana acaramelada. A una cuadra, estaba mi madre; y junto a ella, un señor de terno. Él era un poco más alto que ella, tenía un bigote tierno y los ojos sinceros. Estaban conversando un poco alterados (quién sabe por qué), así que él la cogía de los hombros intentando calmarla. De rato en rato, respiraba profundo, volteaba a mirarme y me sonreía. Parecía muy pendiente de mí. Mucho tiempo pensé que quizá este recuerdo había persistido por la sinceridad de aquel personaje, por la dulce inocencia de mi niñez y mi remota sensación de que yo quería a ese hombre.

Algunas noches imaginaba que él era mi padre. Ese hombre de mirada profunda y de sonrisa tímida. Muchas veces intenté preguntárselo a mamá. ¿Es verdad que mi papá murió cuando yo era bebé? Siempre evadió el tema. Ya sabes la historia, Rosa. Dime, ¿acaso no soy suficiente para ti? Salí adelante a pesar de que tu padre… murió. Confórmate con eso. Yo te tengo a ti y tú a mí. Eso basta. El respeto y la profunda confianza que nos teníamos me obligaba a olvidar el tema. Con los años, solo atiné a aferrarme a ese recuerdo sin mayor necesidad de saber si había sido real.

Mamá y yo vivíamos solas en Lima. Ella había logrado pagar mis estudios trabajando de secretaria en la empresa de su primo. Y yo pude graduarme en Ingeniería. Algunos meses después de que yo cumplí 25 años, le detectaron cáncer de mama. La noticia nos sumergió en un abismo. Fueron los meses más terribles de toda mi vida. Ella era hija única. Había nacido en un pueblo cerca de Huánuco, y sus padres habían fallecido en un accidente cuando ella era adolescente. El único apoyo que tuvimos fue el de su primo. Con gran esfuerzo los dos pudimos pagar el tratamiento, pero no pudimos salvarla.

Los días eran “días menos”. Las agujas del reloj giraban golpeándome en el pecho. Mamá no podía soportar que me quedara sola, y eso la enfermaba más y más. No había forma de tirar del salvavidas; ella había tomado una decisión sin darse cuenta. O quizá sí. Cada día sus ojos se volvían más transparentes. Estaba presa de la incertidumbre de mi futuro. Pero no pudo confesarme nada sino hasta el final.

Me tomó de la mano y me miró a los ojos. Sabía que se estaba despidiendo e intenté alejarme. Me sostuvo fuerte y me sonrió. Comprendí que no podía seguir evitándolo. Me senté y traté de calmarme. Comenzó recordándome que me amaba mucho, que no había tenido dicha más grande que yo. “Eres una mujer maravillosa. Sé que saldrás adelante”. Yo recordaba la primera vez que me dejó en la escuela; la vez que me compró mi bicicleta; mis cumpleaños en el colegio; la tortuga que me compró cuando tenía diez años. Todas las veces que ella intentó enseñarme a cocinar. Todas las tardes que ella me llevaba el almuerzo a la universidad. Las tantas noches que me acompañaba viendo la televisión mientras yo terminaba de hacer mis trabajos. Ella había sido la valiente mujer que me dio la vida, que me vio crecer y que me hizo fuerte. Luchó por mí y yo estuve para ella. El cáncer nos mató a las dos.

Ahora estaba envuelta en sus brazos. Ella arrimaba mis cabellos y secaba mis lágrimas. Te amo, hija. Perdóname por todo. Su voz comenzaba a quebrarse. Rosa, no estás sola. Luego señaló con esfuerzo la agenda junto a su camilla. La tomé y la abrí. Había una foto dentro. El sueño del paradero de buses volvió a mi memoria. Mi mamá tenía el cabello corto y esponjoso. Sus ojos miraban fijos a la cámara mientras un señor de bigote tierno y corto la abrazaba por el hombro mientras sonreía ligeramente con la cabeza gacha. Llevaba terno. Un poco más alto que mi madre. Yo, de pie en medio de los dos, miraba hacia la cámara solo de reojo. Mi rostro se escondía casi por completo debajo de mi manzana. Detrás de la foto había un número con código de provincia: cero-seis-tres. Junto a ese, con otro color de lapicero, decía: J. Quispe. Mamá se fue de mi vida unas horas después

Quispe... ¿Jorge? ¿Juan? Mi madre había partido sin darme más respuestas. Sin duda, era él mi padre. ¿Pero qué había pasado realmente? No quise averiguarlo. Luego de esos meses de haber estado sola, concluí que no me hacía falta saber de él. Me bastaba aquella respuesta irremediable. Me hacía sentir mejor. Porque, a pesar de que significaba un vacío profundo, sabía que la ausencia de su amor tenía una causa certera: mi padre estaba muerto.

Era martes por la mañana cuando mi celular volvió a timbrar. Era la segunda llamada del mismo número. Lima me miraba vacía, confusa, harta de sí misma. Y yo estaba igual. Pero mi madre me amaba. Quizá ahora mismo me estaría viendo. Quizá la llamada sería de ella. Contesté con los dedos nerviosos. Tenía la mejilla húmeda y los ojos hinchados. Era martes veintitrés a las seis y cuatro de la mañana.


-       Rosa, me llamo Rodolfo Quispe. Me gustaría conocerte.


Lima a las 6 y algo de la mañana

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