Hace unos tres años, tenía 17. La decisión en casa era que estudiaría en Lima. Tendría que mudarme en el verano. Todavía recuerdo esos días. Estaba ansiosa por un lugar diferente, por ser independiente.
Era verano del 2014. Estudié mucho. Y me costó adaptarme. Lima tenía mucho ruido. La gente en el carro, en la universidad, en la calle era extraña. A veces me sorprendía con algunos gestos. Una vez una chica pagó mi pasaje, porque yo me había olvidado la cartera. Y otras veces me sentía muy frustrada, como cuando me robaron en un centro comercial.
Ahora, aquí sentada, sigo cuestionándome el tiempo. Sigo pensando en mi niñez y en cómo los años han pasado, quizá, demasiado rápido. No sé si sea propio de mí o es que esto nos pasa a todos. Cuando de la nada nos detenemos un momento porque escuchamos una canción que no escuchábamos hace mucho tiempo o cuando vemos algunas fotos de hace varios años.
Hace un año, cuando estaba en mi primer ciclo de la universidad, viajaba cada fin de semana que podía. Agarraba el celular un jueves o quizá el mismo viernes: “mamá, quiero viajar. Quiero verlos”. Creo que ellos también me extrañaban demasiado. A veces alistaba mi maleta casi automáticamente, sin saber en realidad por qué estaba volviendo, si yo había querido irme de allí. No entendía mi contradicción. Cuando tenía 15 años y estaba en Pasco, sentía que la ciudad me asfixiaba, que no me dejaba crecer. Y ahora que estaba un poco lejos, sentía la contradictoria necesidad de volver.
Cogía la maleta. Llenaba un poco de ropa para el frío. A veces, me deprimía no tener dinero suficiente como para llevarles algo a mis padres. Pero a ellos no les importaba. Cargaba la maleta desde el tercer piso, casi siempre apurada porque salía tarde. El taxi hasta el terminal se demoraba alrededor de cuarenta minutos. Mientras el carro zigzagueaba por las calles, yo recibía sus llamadas. “Hija, dónde estás… Cuídate mucho. Te esperamos”. Al llegar a mi asiento, me gustaba poner un poco de música en mi celular. Con los audífonos puestos miraba por la ventana. De tanto viajar, me había acostumbrado al olor nauseabundo que normalmente tienen los buses. El viaje ya no me chocaba. Viajaba de noche. Me gustaba la idea de cambiar de ciudad mientras dormía. Mis papás. Solo eso sentía en el corazón. Estar con ellos el siguiente día.
Hace unos meses, en uno de esos viajes, encontré un cuaderno lleno de fotos. Fotos que había sacado de los álbumes familiares y que las había guardado como mías. Recuerdo que guardé esas fotos porque me encantaban. Tenían la belleza de guardar momentos que habían sido especiales. Y ya que me iba a ir quería llevármelas. Pero no me las traje a Lima sino hasta hace poco.
Ahora las tengo frente a mí. Y no puedo dejar de mirarlas una y otra vez. Las miro casi hipnotizada. En una de ellas, mi mamá me tiene en sus brazos y junto a nosotras está mi hermano. Estamos en su trabajo. Un pueblo llamado Bellavista. Estamos rodeados de plantas. Al fondo hay una casa amarilla de un piso que parece ser el sitio donde vivíamos. No sé cuántos años tenía y es casi imposible que yo tenga ese recuerdo. Pero esa imagen me provoca un nudo en la garganta. Mientras más fotos veo, el nudo crece y se expande hacia mi pecho y me aplasta. Tengo una conexión profunda con ella, mi madre.
Nació en Huánuco, en 1967. Es la penúltima de 11 hermanos. Tiene una melliza que se llama Cristina. Mi mamá se llama Elena. Le gusta tener el cabello corto. Estudió Educación Primaria en un Instituto en Pasco. Conoció a mi papá cuando tenía 16 años y se casaron cuando ella tenía 24.
Mi mamá y yo hemos sido buenas amigas desde que yo era niña. Ritmo Romántica o Radio Panamericana. Pero una de las dos, o cualquier otra. Lo importante para ella es sentir que la música la acompaña. Escuchábamos música siempre que yo hacía mis tareas y ella hacía sus cosas. Yo la acompañaba a todos sitios. Estudié un tiempo en el colegio en el que ella enseñaba. Iba con ella al mercado, a las reuniones de su trabajo, a sus ensayos de danza. Ella también me acompañaba. Viajaba conmigo cuando yo tenía que presentarme en algún concurso de matemáticas o cuando tenía alguna presentación en mi colegio. Entre ambas siempre hay complicidad y compañerismo. Me llama regularmente y hablamos un buen rato. A veces me toca animarla cuando no se siente bien y otras ella me da ánimos a mí. Sé que ella lo hace mejor.
Las fotos me miran de nuevo. Ella me mira de nuevo sonriente mientras me tiene en sus brazos o de la mano. Y siento que la extraño tanto. Extraño que me pida que la acompañe a algún lugar o que me cuente un secreto. Pienso que a pesar de todo no es lo mismo escucharla todos los días en el teléfono.
Estos meses, en que me he sentido mejor y siento que me he adaptado a esta nueva vida, todavía tengo días en que quiero hacer mis maletas automáticamente. Llamar y decir que estoy viajando, que estoy yendo a verla.
Veo las fotos y agradezco ser su hija. Le agradezco a ella que me haya dado sus años. Es una felicidad inmensa saber que la tengo a ella y espero que ella sienta la misma felicidad de tenerme a mí.
Pongo una canción en mi reproductor. Estoy más tranquila. Es Lou Reed. Oh it's such a perfect day / I'm glad I spent it with you / Oh such a perfect day. Recuerdo que había días en que salíamos toda la tarde y llegábamos cansadas. Papá nos esperaba en la casa; mi abuelo y mi hermano también. Mamá y yo tuvimos días hermosos, eternos que se quedan en mi memoria. Mamá, días perfectos, me alegro de haberlos pasado contigo.
Las clases han terminado. Es diciembre. Me siento contenta por este ciclo, por este nuevo año. Sé que hay muchos chicos como yo, que no son de Lima. Sé que ellos extrañan a alguna Elena que los espera en su casa, con los brazos abiertos y una sonrisa sincera. Es hora de hacer las maletas con calma. Ya podemos ir a verlas.
*Siento que es el mismo sentimiento de hace varios meses. Lo siento. No puedo quitármelos. Espero les guste. ¡Prometo una mejor foto!
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