Cerro de Pasco - 2011 |
La llamada de papá me hizo aterrizar
en la carpeta de madera de la última fila. No sé cómo me quedé dormida con
tanto frío. Tenía unas ojeras como de tres días. Pero, por sobre todo, sentía
un frío en mi garganta. Una bola de hielo detenida solo por la luz del día. Un
resucitado, víctima de las distancias, de las soledades y del olvido despertó
en mi memoria. Mi cuerpo, de pronto, fue invadido por el suyo al ritmo de un
suspiro largo y macizo.
El celular seguía vibrando. Me
recompuse y contesté. Era mi papá. Me dijo que el pedido de vinos no llegaría
esa tarde, sino al día siguiente. Así que tenía tiempo libre. También me dijo
que debía abrir el bar a las nueve. Él llegaría tarde porque tenía reunión con
los padres de familia. Y mi mamá llegaría cansada porque tenía reunión de
profesores. No quedaba de otra. Debía estar en casa para esperar a Daniel y las
demás chicas que trabajaban en el bar. A fin de cuentas, yo podía estudiar
gracias a ese dinero extra.
Guardé el celular. La lluvia
ronroneaba vigilante, esperando que saliéramos para empaparnos.
Diego se sentó más cerca cuando
terminé de hablar con mi papá.
- Oye,
agradece que no ha venido Luna. Encima que ni terminamos la monografía. Ya despiértate, dormilona-me miró sonriendo-. Vámonos. Luna no va a llegar.
Diego es una de esas personas que se
desespera en tu respuesta. A mí siempre me inquietó el tono exacto de sus
palabras. Pero con los años me fui acostumbrando. Vive al frente de mi casa
desde que tengo razón. Nuestra amistad nació al tiempo que jugábamos con taps,
con canicas o a las escondidas. En todas aquellas tardes en el barrio que nos
vio crecer. Los dos somos hijos únicos. Y a nuestros papás les encantaba vernos
juntos. Fuimos a la misma escuela, luego al mismo colegio y ahora estudiábamos
juntos en el instituto.
No sé cuándo se enamoró de mí. Pero
hace unos meses me lo confesó en una fiesta cuando estábamos ebrios, y nos besamos.
Desde entonces éramos enamorados. Pero yo me sentía muy extraña. Él era como un
hermano para mí.
Estiré mi cuerpo y me acomodé en el
asiento.
- Despiértate,
despiértate-dijo Diego otra vez. No has dormido nada, ¿no? -me dijo en tono
preocupado-. Estás rara. ¿Qué te ha pasado?
- Tuve
que quedarme en el bar-le dije todavía soñolienta-. Pero me quedé hasta más
tarde porque unos tipos terminaron peleándose. Y los malditos serenazgos ni
siquiera venían.
En verdad, no habían sido los
imbéciles que terminaron peleándose por quién sabe qué. Ni siquiera los
serenazgos. Esa noche vino Rafael. Estaba vestido como siempre: una chaqueta
impermeable, jeans, los guantes que le regalé, unas Convers y un paraguas por
si llovía. Ricardo, su primo, estaba con él y, junto con ellos, venían tres
chicas. Por supuesto, Diego no debía saber. Rafael y yo habíamos sido
enamorados cuando yo estaba en el colegio. Él tenía 26 y yo 16. A Diego jamás
le cayó bien. Siempre me decía que no entendía por qué salía con él. Durante
los dos años que estuve con Rafael, prácticamente Diego y yo habíamos dejado de
ser amigos.
- ¡Esos borrachos! -susurró Diego- No
hay manera de controlarlos pues. Ya te dije que tengas cuidado, flaca. Pero
bueno… ¿Hoy te veré en la noche? Dime, dime…
Sus ojos me miraban como dos
estrellas. Me cogió de la mano mientras esperaba que respondiera y con la otra
me abrazó. Yo me quedé pensativa, pero no en la respuesta. Ni siquiera había
escuchado bien.
- ¿Qué dices? ¿Hoy qué?-le dije.
Ahora había pegado su rostro al mío. Y
mirándome a los ojos dijo:
- Hoy,
flaca, ¿te veré en la noche? Sam me dijo que consiguió…-hizo el gesto de estar
fumando relajado, mirándome para ver si entendía-. Le dije que quizá iría
contigo. Dime, ¿vamos, vamos? Estaré en su casa desde la tarde.
Dónde estaría Rafael ahora. Habíamos
quedado en vernos a las seis. ¿En qué momento se me ocurrió mentirle? Me aparté
para recoger mis cosas y salir.
- Ahh, no puedo-le dije presurosa-. Mi
papá tiene que salir y yo tengo que recibir el pedido de vinos. Mañana, te prometo
que mañana sí te acompaño.
Llovió toda la tarde. Diego me llamó
varias veces a las cinco. Por fin, dejó un mensaje de voz. Estoy con Sam… está
buenazo. Hubieses venido, flaca. Esto es vida. Hablaba relajado. No sé por qué
estás rara. Pero entiendo que deben ser los problemas en tu casa. Flaca, te
quiero. Gracias por estos 8 meses. ¡Te adoro!
Apagué la tele. Me serví café caliente
con un par de panes. Faltaba media hora. Al menos estaba segura de que Diego no
se aparecería. De la casa de Sam ya no salía hasta el día siguiente.
Le había dicho a Rafael que nos
encontráramos al frente del colegio Jean Piaget, que quedaba a seis cuadras de
mi casa. Me puse las únicas botas que tenía. Compré un par de cigarrillos y
caramelos en la tienda de la esquina.
Caminé despacio, mientras el viento
helado trataba de detener mis pasos. Eran las seis y cuarto. Cuando llegué,
Rafael estaba sentado ensimismado en sus audífonos. Se los quitó cuando alcanzó
a verme.
- Hola, lo lamento…-le dije.
- No, no te preocupes-dijo Rafael muy
calmado-. ¿Todo bien?
Caminamos despacio alrededor del
colegio. Luego seguimos el sonido de algún concierto en el parque El minero.
Escuchamos de lejos, mientras fumábamos. Era uno de esos grupos
“latinoamericanos” por la Feria de la maca. Mucha gente embriagándose. Carpas,
carretillas de anticuchos, picarones. Por suerte la lluvia se había dado un
respiro. Rodeamos el parque y nos fuimos a las afueras de la ciudad. Los perros
ladraban, pero caminábamos tratando de evitarlos. Alzábamos piedras cada vez
que se acercaban demasiado. No habían carros, solo los postes alumbraban el
viento de invierno. Y las casas miraban cómplices con las cortinas cerradas.
Estábamos cerca de su casa.
- No están mis papás y mi hermana sale
del trabajo a las diez-dijo Rafael tomándome de la mano.
- Yo tengo que estar en casa a las
nueve-le dije mirándole a los ojos.
Llegamos y subimos a su cuarto.
Prendió la tele. Cambió de canal hasta encontrar una película de comedia. El
cuadro del Alianza Lima no había cambiado de posición. La cama y el ropero
seguían en el mismo lugar. Pero algo llamó mi atención. Había dos cajas de
zapatos al pie de la cama. Y un par de libros nuevos botados encima del
escritorio.
- Dos zapatos nuevos, dignos de un
ingeniero-le dije en tono algo burlesco-. La mina te ha sentado bien, eh.
- Para algo tiene que alcanzar mi
sueldo-dijo Rafael con un tono serio-. Igual, no es nada seguro-siguió más
relajado-. Las huelgas nos tienen parados. Gente imbécil. Pero no… no quiero
hablar de eso-me miró con ojos cómplices.
Rafael apagó la luz. El frío se
escondió en alguna parte y las almohadas se alejaron cómplices del naufragio.
Basta contar que hubo un resucitado. Era real y eterno. Embriagados de nuestros
cuerpos nos quedamos suspirando, con la mirada en el techo. En la intimidad del
silencio, Rafael confesó: Te he echado mucho de menos. Pensé que quizá ya
salías con alguien más.
Ya se hacía tarde y yo tenía que
atender el bar. El viento golpeó nuestras mejillas con fuerza y la lluvia
empezó a susurrar. Sin descanso, sin tocarnos, sin palabras bajo el paraguas a
rayas, caminamos. Al llegar al Jean Piaget nos detuvimos. La lluvia ahora
gritaba desesperada.
- Me alegra saber que no has cambiado.
Callada, tímida, mía. Me encantas-dijo Rafael suavemente.
Tenía las botas mojadas, las manos
congeladas y el vacío en mi garganta seguía paralizado. Pero ahora era casi un
vómito.
- ¡Hey!-dijo de pronto-. Vamos a la
fiesta de Mariel. Dile a tu papá que tienes que hacer un trabajo. Queda con
Marta, como hacíamos siempre.
- Rafael, no…-le dije confundida-. Debo
irme.
Se puso serio y cogió el paraguas con
fuerza. La luz de un rayo me puso la piel de gallina. Intenté irme.
- No te vayas tan rápido-me cogió del
brazo.
- Ojalá la mina te hubiese tragado-dije
sin darme cuenta-. Yo… Rafael, estoy saliendo con alguien.
Ahora sus ojos eran dos cañones a
punto de disparar. Apretó con más fuerza mi brazo y yo intenté zafarme, pero no
pude.
- Me lastimas, Rafael. Me voy.
No bajé los ojos. Miré de frente sus
pupilas inflamadas. Y arranqué con fuerza mi mano esta vez. Me aparté, me
aparté. Estaba libre.
- Diego siempre me advirtió-dije con
algo de asco-.
- Es ese chiquillo de mierda-dijo Rafael
furioso-. Ese baboso no es nada-rio. Después de todo, tú eres igual a él. Entre
niñitos han de haberse entendido pues.
Sus ojos me miraban llenos de risa. Escuché
el ruido de un carro. A lo mejor es el colectivo que pasa por mi casa, pensé.
- Tú eres el que lee libros de autoayuda
y me llamas chiquilla. Tus 30 solo sirven en tu DNI. Encima dejas que las
babosas se lleven tu dinero. Eres un imbécil. Ya decía Sam que los ingenieros no
servían para nada. Qué patético eres, Rafael.
Era una combi, pero no me subí. Me
quedé helada. A dos cuadras, estaban Diego y Sam caminando hacia nosotros.
Empapados, agitados, arrastraban sus pantalones. Apreté mis puños, y me quedé
enraizada al suelo. Rafael estaba de espalda hacia ellos. Diego lo cogió del
hombro izquierdo y lo volteó lleno de furia. Un viento helado golpeó poco antes
de que el puño macizo alcanzara a Rafael. Diego se detuvo delante de mí. Un
nuevo relámpago invadió el espacio.
- Gracias
por mostrarme quién eres-dijo muy serio. Nunca lo había escuchado tan
decepcionado.
Escupió
al suelo y me miró por última vez.
Sam y Diego se alejaron hasta
convertirse en sombras. Solté los puños y recogí el paraguas antes de que
Rafael se levantara. Sus ojos furiosos se veían opacos por la lluvia. Pero yo
estaba de pie, y ahora yo tenía los ojos llenos de risa.
Eran casi las diez de la noche. Me di cuenta que tenía varias llamadas perdidas de papá. Apagué mi celular. Respiré profundo antes de partir a casa. La lluvia gritaba salvaje y eterna. Era libre, completamente mía. Caminé, caminé con las botas mojadas, con el pelo chorreando, con el alma alborotada.
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