martes, 10 de mayo de 2016

Mía

                                                                                      
Cerro de Pasco - 2011

La llamada de papá me hizo aterrizar en la carpeta de madera de la última fila. No sé cómo me quedé dormida con tanto frío. Tenía unas ojeras como de tres días. Pero, por sobre todo, sentía un frío en mi garganta. Una bola de hielo detenida solo por la luz del día. Un resucitado, víctima de las distancias, de las soledades y del olvido despertó en mi memoria. Mi cuerpo, de pronto, fue invadido por el suyo al ritmo de un suspiro largo y macizo.
El celular seguía vibrando. Me recompuse y contesté. Era mi papá. Me dijo que el pedido de vinos no llegaría esa tarde, sino al día siguiente. Así que tenía tiempo libre. También me dijo que debía abrir el bar a las nueve. Él llegaría tarde porque tenía reunión con los padres de familia. Y mi mamá llegaría cansada porque tenía reunión de profesores. No quedaba de otra. Debía estar en casa para esperar a Daniel y las demás chicas que trabajaban en el bar. A fin de cuentas, yo podía estudiar gracias a ese dinero extra.
Guardé el celular. La lluvia ronroneaba vigilante, esperando que saliéramos para empaparnos.
Diego se sentó más cerca cuando terminé de hablar con mi papá.
   - Oye, agradece que no ha venido Luna. Encima que ni terminamos la monografía. Ya despiértate, dormilona-me miró sonriendo-. Vámonos. Luna no va a llegar.
Diego es una de esas personas que se desespera en tu respuesta. A mí siempre me inquietó el tono exacto de sus palabras. Pero con los años me fui acostumbrando. Vive al frente de mi casa desde que tengo razón. Nuestra amistad nació al tiempo que jugábamos con taps, con canicas o a las escondidas. En todas aquellas tardes en el barrio que nos vio crecer. Los dos somos hijos únicos. Y a nuestros papás les encantaba vernos juntos. Fuimos a la misma escuela, luego al mismo colegio y ahora estudiábamos juntos en el instituto.
No sé cuándo se enamoró de mí. Pero hace unos meses me lo confesó en una fiesta cuando estábamos ebrios, y nos besamos. Desde entonces éramos enamorados. Pero yo me sentía muy extraña. Él era como un hermano para mí.

Estiré mi cuerpo y me acomodé en el asiento.
   - Despiértate, despiértate-dijo Diego otra vez. No has dormido nada, ¿no? -me dijo en tono preocupado-. Estás rara. ¿Qué te ha pasado?
   - Tuve que quedarme en el bar-le dije todavía soñolienta-. Pero me quedé hasta más tarde porque unos tipos terminaron peleándose. Y los malditos serenazgos ni siquiera venían.
En verdad, no habían sido los imbéciles que terminaron peleándose por quién sabe qué. Ni siquiera los serenazgos. Esa noche vino Rafael. Estaba vestido como siempre: una chaqueta impermeable, jeans, los guantes que le regalé, unas Convers y un paraguas por si llovía. Ricardo, su primo, estaba con él y, junto con ellos, venían tres chicas. Por supuesto, Diego no debía saber. Rafael y yo habíamos sido enamorados cuando yo estaba en el colegio. Él tenía 26 y yo 16. A Diego jamás le cayó bien. Siempre me decía que no entendía por qué salía con él. Durante los dos años que estuve con Rafael, prácticamente Diego y yo habíamos dejado de ser amigos.
   - ¡Esos borrachos! -susurró Diego- No hay manera de controlarlos pues. Ya te dije que tengas cuidado, flaca. Pero bueno… ¿Hoy te veré en la noche? Dime, dime…
Sus ojos me miraban como dos estrellas. Me cogió de la mano mientras esperaba que respondiera y con la otra me abrazó. Yo me quedé pensativa, pero no en la respuesta. Ni siquiera había escuchado bien.
   - ¿Qué dices? ¿Hoy qué?-le dije.
Ahora había pegado su rostro al mío. Y mirándome a los ojos dijo:
   - Hoy, flaca, ¿te veré en la noche? Sam me dijo que consiguió…-hizo el gesto de estar fumando relajado, mirándome para ver si entendía-. Le dije que quizá iría contigo. Dime, ¿vamos, vamos? Estaré en su casa desde la tarde.
Dónde estaría Rafael ahora. Habíamos quedado en vernos a las seis. ¿En qué momento se me ocurrió mentirle? Me aparté para recoger mis cosas y salir.
   - Ahh, no puedo-le dije presurosa-. Mi papá tiene que salir y yo tengo que recibir el pedido de vinos. Mañana, te prometo que mañana sí te acompaño.
Llovió toda la tarde. Diego me llamó varias veces a las cinco. Por fin, dejó un mensaje de voz. Estoy con Sam… está buenazo. Hubieses venido, flaca. Esto es vida. Hablaba relajado. No sé por qué estás rara. Pero entiendo que deben ser los problemas en tu casa. Flaca, te quiero. Gracias por estos 8 meses. ¡Te adoro!

Apagué la tele. Me serví café caliente con un par de panes. Faltaba media hora. Al menos estaba segura de que Diego no se aparecería. De la casa de Sam ya no salía hasta el día siguiente.
Le había dicho a Rafael que nos encontráramos al frente del colegio Jean Piaget, que quedaba a seis cuadras de mi casa. Me puse las únicas botas que tenía. Compré un par de cigarrillos y caramelos en la tienda de la esquina.
Caminé despacio, mientras el viento helado trataba de detener mis pasos. Eran las seis y cuarto. Cuando llegué, Rafael estaba sentado ensimismado en sus audífonos. Se los quitó cuando alcanzó a verme.
   - Hola, lo lamento…-le dije.
   - No, no te preocupes-dijo Rafael muy calmado-. ¿Todo bien?
Caminamos despacio alrededor del colegio. Luego seguimos el sonido de algún concierto en el parque El minero. Escuchamos de lejos, mientras fumábamos. Era uno de esos grupos “latinoamericanos” por la Feria de la maca. Mucha gente embriagándose. Carpas, carretillas de anticuchos, picarones. Por suerte la lluvia se había dado un respiro. Rodeamos el parque y nos fuimos a las afueras de la ciudad. Los perros ladraban, pero caminábamos tratando de evitarlos. Alzábamos piedras cada vez que se acercaban demasiado. No habían carros, solo los postes alumbraban el viento de invierno. Y las casas miraban cómplices con las cortinas cerradas.

Estábamos cerca de su casa.
   - No están mis papás y mi hermana sale del trabajo a las diez-dijo Rafael tomándome de la mano.
   - Yo tengo que estar en casa a las nueve-le dije mirándole a los ojos.
Llegamos y subimos a su cuarto. Prendió la tele. Cambió de canal hasta encontrar una película de comedia. El cuadro del Alianza Lima no había cambiado de posición. La cama y el ropero seguían en el mismo lugar. Pero algo llamó mi atención. Había dos cajas de zapatos al pie de la cama. Y un par de libros nuevos botados encima del escritorio.
   - Dos zapatos nuevos, dignos de un ingeniero-le dije en tono algo burlesco-. La mina te ha sentado bien, eh.
   - Para algo tiene que alcanzar mi sueldo-dijo Rafael con un tono serio-. Igual, no es nada seguro-siguió más relajado-. Las huelgas nos tienen parados. Gente imbécil. Pero no… no quiero hablar de eso-me miró con ojos cómplices.
Rafael apagó la luz. El frío se escondió en alguna parte y las almohadas se alejaron cómplices del naufragio. Basta contar que hubo un resucitado. Era real y eterno. Embriagados de nuestros cuerpos nos quedamos suspirando, con la mirada en el techo. En la intimidad del silencio, Rafael confesó: Te he echado mucho de menos. Pensé que quizá ya salías con alguien más.

Ya se hacía tarde y yo tenía que atender el bar. El viento golpeó nuestras mejillas con fuerza y la lluvia empezó a susurrar. Sin descanso, sin tocarnos, sin palabras bajo el paraguas a rayas, caminamos. Al llegar al Jean Piaget nos detuvimos. La lluvia ahora gritaba desesperada.
   - Me alegra saber que no has cambiado. Callada, tímida, mía. Me encantas-dijo Rafael suavemente.
Tenía las botas mojadas, las manos congeladas y el vacío en mi garganta seguía paralizado. Pero ahora era casi un vómito.
   - ¡Hey!-dijo de pronto-. Vamos a la fiesta de Mariel. Dile a tu papá que tienes que hacer un trabajo. Queda con Marta, como hacíamos siempre.
   - Rafael, no…-le dije confundida-. Debo irme.
Se puso serio y cogió el paraguas con fuerza. La luz de un rayo me puso la piel de gallina. Intenté irme.
   - No te vayas tan rápido-me cogió del brazo.
   - Ojalá la mina te hubiese tragado-dije sin darme cuenta-. Yo… Rafael, estoy saliendo con alguien.
Ahora sus ojos eran dos cañones a punto de disparar. Apretó con más fuerza mi brazo y yo intenté zafarme, pero no pude.
   - Me lastimas, Rafael. Me voy.
No bajé los ojos. Miré de frente sus pupilas inflamadas. Y arranqué con fuerza mi mano esta vez. Me aparté, me aparté. Estaba libre.
   - Diego siempre me advirtió-dije con algo de asco-.
   - Es ese chiquillo de mierda-dijo Rafael furioso-. Ese baboso no es nada-rio. Después de todo, tú eres igual a él. Entre niñitos han de haberse entendido pues.
Sus ojos me miraban llenos de risa. Escuché el ruido de un carro. A lo mejor es el colectivo que pasa por mi casa, pensé.
   - Tú eres el que lee libros de autoayuda y me llamas chiquilla. Tus 30 solo sirven en tu DNI. Encima dejas que las babosas se lleven tu dinero. Eres un imbécil. Ya decía Sam que los ingenieros no servían para nada. Qué patético eres, Rafael.
Era una combi, pero no me subí. Me quedé helada. A dos cuadras, estaban Diego y Sam caminando hacia nosotros. Empapados, agitados, arrastraban sus pantalones. Apreté mis puños, y me quedé enraizada al suelo. Rafael estaba de espalda hacia ellos. Diego lo cogió del hombro izquierdo y lo volteó lleno de furia. Un viento helado golpeó poco antes de que el puño macizo alcanzara a Rafael. Diego se detuvo delante de mí. Un nuevo relámpago invadió el espacio.
   - Gracias por mostrarme quién eres-dijo muy serio. Nunca lo había escuchado tan decepcionado.
Escupió al suelo y me miró por última vez.

Sam y Diego se alejaron hasta convertirse en sombras. Solté los puños y recogí el paraguas antes de que Rafael se levantara. Sus ojos furiosos se veían opacos por la lluvia. Pero yo estaba de pie, y ahora yo tenía los ojos llenos de risa.

Eran casi las diez de la noche. Me di cuenta que tenía varias llamadas perdidas de papá. Apagué mi celular. Respiré profundo antes de partir a casa. La lluvia gritaba salvaje y eterna. Era libre, completamente mía. Caminé, caminé con las botas mojadas, con el pelo chorreando, con el alma alborotada. 

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